9 de junio de 2011

Noventa céntimos el kilo

Esperaba siempre lo mejor de él, pero desgraciadamente no era perfecto.

De todos modos, pensó, la perfección es aburrida, y a ella le encantaba discutir. Si no fuera por lo detestable de sus imperfecciones, hubiera estado toda la tarde del sábado solucionando crucigramas.

Esta vez fue por los platos, por los malditos platos. En el fondo a él también le gustaba discutir, la veía diferente, y en cierta manera, le atraía más. Cuando discutían ella solía recogerse el pelo. Era como una especia de ritual.

Alzaba los brazos con desdén y, de un golpe seco, su melena se recogía hacia el cogote. También su pelo sabía que en esos momentos no se podía bromear.

Ambos sonreian para sus adentros, pero ninguno lo manifestaba, como si no quisieran perder. Era como una delgada línea que sabían que existía pero que no debían cruzar.

Entonces empezó el alboroto, el griterío y la verdulería en casa de los Azcarate. Que si aún quedan pedazos de espinaca en el cucharón, que si el vidrio de las copas no reluce como debiera...

Ella, siempre empezaba ella, le mostró el cucharón muy cerca de su cara. Él corrió hacia la pila y cogió un par de platos, intentando que fueran los preferidos de su compañera, y los estampó contra el suelo. "Así no hay que fregarlos" le espetó.

"Bien, entonces tampoco querrás que planchemos estas camisas ni doblemos estos calcetines" gritó enfurecida, mientras pedacitos de tela volaban como confeti por toda la cocina.

Se movían rápidamente por las habitaciones, mientras se gritaban y buscaban cosas valiosas para el otro que destruir. Llegaron a la habitacion, estaban muy cerca. Comenzaron a besarse. Se agarraron con fuerza e hicieron el amor.

Lo hicieron, con un amor tan intenso como sus discusiones, ralentizando el tiempo que minutos antes habían conseguido acelerar. El pelo volvía a caer por su espalda.

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